Domingo. Ocho de la mañana. Me encuentro en un estado de duermevela consciente. No estoy totalmente dormido, pero tampoco completamente despierto. Disfruto de ese momento en el que aún estoy conectado con los sueños y el mundo real parece distante e irrelevante.
Los rayos del sol recién nacido se deslizan a través de la persiana entreabierta, creando franjas suaves y difuminadas de luz en la pared. Es un instante de serenidad y relajación.
Se escucha una música suave y distante, casi inaudible. No puedo reconocer la melodía, pero distingo el sonido de un saxofón, un piano y un violín. Viene de la casa de los vecinos. Una pareja aparentemente feliz. De las que salen en Antena 3 los domingos por la tarde. Él, flaco y eléctrico. Ella, grande como una matrioska rusa. Tienen dos niñas. Las dos rubias, de aspecto angelical. Una en la pubertad y la otra en plena infancia.
La música se desliza por el aire, filtrándose en mis oídos y diluyéndose en mi cerebro, ayudándome a prolongar ese estado de duermevela consciente. Me siento relajado, en paz con el mundo.
De repente, todo cambia. El volumen se incrementa abruptamente, de cero a cien en un instante. La paz se esfuma de golpe y el mundo real vuelve a mí con fuerza.
Me gusta la música a todo volumen, puedo escuchar rock a toda marcha. Pero esto es diferente. ¿Quién escucha música de ascensor a las ocho de la mañana y a este volumen? Las notas del saxofón me golpean los oídos como puñetazos. El piano me agrede con un huracán de negras y corcheas y el violín me provoca dentera. Pero lo peor es el bajo, la vibración es tan intensa que las franjas de luz en la pared bailan al ritmo de las persianas y el bum bum repetitivo me provoca una sensación de malestar en las entrañas.
Despierto de golpe, con los ojos espantados, pensando que estoy atrapado en una pesadilla. Me siento impotente ante aquella siniestra música. Intento de taparme los oídos sin éxito. El sonido entra en mi cabeza como si fuese ayudado por un taladro. Me incorporo de un salto. Mi corazón late queriendo escapar de mi pecho. Miro por la persiana y veo dos enormes altavoces en el jardín del vecino, altos como catedrales. Agitándose y moviendo el aire que los rodea. Salgo de mi habitación tambaleándome y corro hacia el armario trastero del pasillo. Cojo mi escopeta de dos cañones, la cargo y salgo al exterior.
FIN